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.—Supongo —señaló George— que hemos de considerarnos afortunados de que haya durado tanto allá.Aun cuando nos costara cincuenta libras hace tres meses.—Parecen demasiadas las trescientas libras que pide ahora.—Ah, sí.Pero no recibirá tanto.Tendremos que hacer las investigaciones de rigor.—Más vale que me ponga en comunicación con Mr.Ogilve.Alexander Ogilve era su agente en Buenos Aires, un escocés sobrio y práctico.—Sí.Envíale un telegrama inmediatamente.Su madre está histérica como de costumbre.Resulta un engorro teniendo en cuenta que hemos de celebrar la fiesta esta noche.—¿Quiere que me quede con ella?.—No —contestó él, con énfasis—.De ninguna manera.Usted es una invitada que no puede faltar.La necesito, Ruth —le tomó una mano entre las suyas—.Es usted demasiado abnegada.—Se equivoca —manifestó ella con una sonrisa.Luego sugirió—: Valdría la pena intentar ponerse en comunicación telefónica con Mr.Ogilve.Podríamos dejarlo todo arreglado esta noche.—Es una buena idea.Bien vale el gasto.—Me encargaré de ello enseguida.Retiró con dulzura la mano que aún le asía su jefe y se fue.George atendió varios asuntos que requerían su atención.A las doce y media salió y tomó un taxi hasta el Luxemburgo.Charles, el notorio y popular maitre, le salió al encuentro, haciendo una reverencia y dándole la bienvenida con una sonrisa.—Buenos días, Mr.Barton.—Buenos días, Charles.¿Está todo listo para esta noche?.—Creo que quedará usted satisfecho.—¿La misma mesa?.—La central del reservado.—Sí.¿Y recuerda lo del cubierto de más?.—Todo está arreglado.—¿Ha conseguido el romero?[6]—Sí, Mr.Barton.Pero me temo que no resultará muy decorativo.¿No le gustaría que agregáramos algunas bayas rojas o unos cuantos crisantemos?.—No, no.Sólo el romero.—Está bien, señor.¿Quiere ver el menú? ¡Giuseppe!.Un camarero italiano de edad madura, talla baja y semblante sonriente, acudió a la llamada.—El menú para Mr.Barton.Giuseppe le dio el menú.Ostras, sopa ligera, lenguado Luxemburgo, urogallo, hígado de pollo con tocino y peras Bella Elena.George le echó una mirada, indiferente.—Sí, sí, está bien.Devolvió el menú a Giuseppe y Charles lo acompañó hasta la puerta.Al despedirse, el maitre bajó un poco el tono de su voz y murmuró:—¿Me permite que le exprese nuestro agradecimiento, Mr.Barton, por su.por su vuelta con nosotros?.Una sonrisa un tanto siniestra apareció en el rostro de George.—Tenemos que olvidar —dijo—.No podemos vivir en el pasado.Todo eso se acabó y no ha de resucitar.—Cierto, muy cierto, Mr.Barton.Ya sabe usted lo mucho que lo lamentamos entonces.Espero que mademoiselle sea muy feliz con su fiesta y que todo esté al gusto de usted.Charles hizo una reverencia y se retiró, para lanzarse como un ángel vengador sobre un camarero que estaba haciendo algo que no debía en una mesa próxima a la ventana.George salió con una sonrisa amarga en los labios.No tenía suficiente imaginación para compadecerse del Luxemburgo.Después de todo, no era la culpa del Luxemburgo que Rosemary hubiese decidido suicidarse allí, o que alguien hubiera decidido asesinarla en aquel restaurante.Había sido una verdadera mala suerte para el Luxemburgo.Pero, como la mayoría de la gente que no tiene más que una idea, George pensaba sólo en dicha idea.Comió en su club y asistió a una reunión de una junta directiva.Camino de regreso a su oficina, llamó desde un teléfono público a un número de Maide Vale.Salió de la cabina con un suspiro de alivio.Todo marchaba según su plan.Volvió a la oficina.Ruth le aguardaba impaciente.—En relación con Víctor Drake.—¿Sí?.—Me temo que se trata de un mal asunto.Es posible que lo denuncien.Ha estado haciendo uso de los fondos de la compañía desde hace tiempo.—¿Lo dijo Ogilve?.—Sí.Conseguí comunicarme con él esta mañana, le di su mensaje, y hace diez minutos que ha llamado.Dice que Víctor se toma el tema con mucho descaro.—Me lo figuro.—Pero insiste en que no lo denunciarán si devuelve el dinero.Mr.Ogilve se entrevistó con el socio principal y obtuvo confirmación de este extremo.La cantidad exacta es de ciento sesenta y cinco libras esterlinas.—¿Así que el granuja de Víctor pensaba sacar un beneficio de ciento treinta libras en el asunto?.—Eso me temo.—Bueno, pues, por lo menos le hemos estropeado la jugada —dijo George, con sombría satisfacción.—Le dije a Mr.Ogilve que arreglara el asunto.¿Hice bien?.—Por mi parte, me encantaría ver a ese chantajista en la cárcel, pero hay que pensar en su madre.Una tonta, pero una buena persona.¡Así pues Víctor se sale con la suya!.—¡Qué bueno es usted! —exclamó Ruth.—¿Yo?.—Es usted el mejor hombre del mundo.Él se conmovió.Experimentó contento y embarazo a la vez.Obedeciendo a su impulso, asió la mano de la muchacha y la besó.—Querida Ruth.Mi más querida y mejor amiga.¿Qué hubiera hecho sin usted?.Estaban los dos muy juntos.«Hubiera podido ser feliz con él —pensó ella—.Le hubiese hecho feliz.Si hubiera.»«¿Sigo el consejo de Race? —pensó él—.¿Renuncio a todo?.¿Acaso no sería eso lo mejor?».La indecisión revoloteó sobre él y luego pasó
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