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.Barbantinho permaneció inmóvil un rato más, observando aquella desgracia.De repente miró al cielo y dedujo que la lluvia no volvería.Sacó la billetera del bolsillo, contó el dinero que llevaba y comprobó que tenía suficiente para coger un autobús hacia la playa.Y eso hizo.Nada mejor que dar unas brazadas para ahuyentar los malos rollos.En diez minutos, las huellas de sus pies decoraron la arena mojada del mar de Barra da Tijuca.Se acercó al agua, cavó un hoyo en la arena, envolvió la billetera en la camisa, la colocó en el hoyo y lo tapó de nuevo.Hizo treinta flexiones de brazos, sesenta abdominales y algunos estiramientos.Acto seguido se zambulló en el mar, sobrepasó el rompeolas, descansó un momento, miró hacia donde avanzaba y decidió nadar cien metros contra la corriente.Respiró hondo para dar la primera brazada en el más puro azul de sus deseos.La mejor estrategia para no cansarse es dejar que la mente se explaye en algo que no sea el mar, la respiración o la distancia.Por más que lo intentó, no pudo lograrlo, pues su mente volvía una y otra vez a las pruebas para socorristas que tendrían lugar dentro de poco.Ejercitarse, ejercitarse, había que ejercitarse todos los días.Su padre había sido socorrista, su hermano también, y ahora le tocaba a él.Nadaba con destreza en las aguas de Yemayá.Nadó más de lo que había previsto sin llegar a cansarse.Regresó a la arena, se fue directo al lugar donde había enterrado la billetera y se sentó.Su pensamiento regresó a las aguas del río.Nunca moriría así, morir asesinado debía de ser la peor de las muertes; él moriría en el mar… ¡No, en el mar no! Moriría durmiendo, de muy viejo.Conocía a todos los muertos, la mayoría eran traficantes de droga, y el resto eran colegas suyos.Suponía que los había matado la policía en una redada por la zona.¡Menos mal que no estaba comprando nada en ese momento! Clavó su mirada en el único trozo azul del cielo, muy próximo al mar; lo demás estaba cubierto de nubes, aunque un viento procedente del interior empezaba a llevárselas, lo que indicaba que la lluvia amainaría de una vez por todas; sin duda, los muchachos harían entonces campeonatos de surf.Se entrenaría divirtiéndose con ellos; siempre los ganaba, pues era el que mejor nadaba de todos.Tenía que superar las pruebas para ser socorrista.Si lo consiguiese, tendría motivos de sobra para dejar de estudiar; ya no aguantaba más tantas letras y números en la cabeza, pese a que su madre insistía en que debía seguir yendo al colegio.Tenía ganas de quedarse todo el día en la playa; no le importaba que eso implicara estar solo o pasar frío.El mar se le había revelado como un sufijo de su existencia.Desde niño tenía esa pasión, no sólo por el mar, sino también por los ríos, lagunas y cascadas.No por casualidad le apodaban el Indio; además de su amor por las aguas, era un mulato de pelo lacio.Ocupaba la mayor parte de su tiempo en pescar y en cazar y, para conseguir dinero, se iba a la playa a la hora de la resaca y se quedaba en la orilla cogiendo cadenas, relojes y pulseras que los bañistas perdían en el agua y el mar devolvía en sus reflujos.Pensó de nuevo en los chicos de la favela y llegó a la conclusión de que lo único que tenían en común era el surf.Por lo demás, no se parecía en nada a ellos: ni vestía como ellos, ni le gustaban los bailes, ni le interesaba la música.Sólo compartía la adoración que los colegas sentían por el mar.Se quedó allí intentando borrar de su mente lo que había visto por la mañana.Necesitaba estar solo, le gustaba estar solo.Su naturaleza le incitaba al aislamiento.Las olas cubrían la arena con su espuma.El viento azotaba las nubes.Al día siguiente luciría el sol.Todavía era temprano.Rodriguinho, Thiago, Daniel, Leonardo, Paype, Marisol, Gabriel, Busca-Pé, Álvaro Katanazaka, Paulo Carneiro, Lourival, Vicente y los demás muchachos se encontraron al principio de la Vía Once para hacer autoestop hasta la playa.No paraban de comentar lo de los cadáveres flotando en el río.Marisol afirmaba que había sido obra de Miúdo, Madrugadão, Camundongo Russo, Biscoitinho, Tuba y Marcelinho Baião.Ahora la favela tenía un capo: Miúdo.Sólo él podía traficar en la barriada.Dejó a Sandro Cenourinha a cargo de uno de los puestos de venta, pero el resto eran de él y de Pardalzinho.Tere seguiría vendiendo, pero sólo se quedaría con el diez por ciento de las ventas, lo mismo que cualquier camello.Marisol estaba encantado con la maría que había comprado a Miúdo en persona y comentó que nunca había conseguido una bolsita tan llena.Sacó el papel del paquete de cigarrillos y lió un porro gigantesco allí mismo, en el arcén de la carretera.Cuando pasaba algún coche conducido por jóvenes, mostraba el porro con una mano y, con la otra, hacía dedo.Su estrategia funcionó: los muchachos, agradecidos y contentos, montaron en la trasera de una camioneta.El conductor circulaba a gran velocidad, mientras ellos se acababan el porro y cantaban canciones rockeras
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