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.RespondióleClotaldo que de muy buena gana haría lo que su Majestad lemandaba.Fuese el ministro, y dejó llenos los pechos de todos deturbación, de sobresalto y miedo.-¡Ay -decía la señora Catalina-, si sabe la reina que yo he criadoa esta niña a la católica, y de aquí viene a inferir que todos los destacasa somos cristianos! Pues si la reina le pregunta qué es lo que haaprendido en ocho años que ha que es prisionera, ¿qué ha deresponder la cuitada que no nos condene, por más discreción quetenga?Oyendo lo cual Isabela, le dijo: 5-No le dé pena alguna, señora mía, ese temor, que yo confío enel cielo que me ha de dar palabras en aquel instante, por su divinamisericordia, que no sólo no os condenen, sino que redunden enprovecho vuestro.Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algún mal suceso.Clotaldo buscaba modos que pudiesen dar ánimo a su muchotemor, y no los hallaba sino en la mucha confianza que en Diostenía y en la prudencia de Isabela, a quien encomendó mucho que,por todas las vías que pudiese escusase el condenallos porcatólicos; que, puesto que estaban promptos con el espíritu arecebir martirio, todavía la carne enferma rehusaba su amargacarrera.Una y muchas veces le aseguró Isabela estuviesen segurosque por su causa no sucedería lo que temían y sospechaban,porque, aunque ella entonces no sabía lo que había de responder alas preguntas que en tal caso le hiciesen, tenía tan viva y ciertaesperanza que había de responder de modo que, como otra vezhabía dicho, sus respuestas les sirviesen de abono.Discurrieron aquella noche en muchas cosas, especialmente enque si la reina supiera que eran católicos, no les enviara recaudotan manso, por donde se podía inferir que sólo querría ver aIsabela, cuya sin igual hermosura y habilidades habría llegado a susoídos, como a todos los de la ciudad.Pero ya en no habérselapresentado se hallaban culpados, de la cual culpa hallaron seríabien disculparse con decir que desde el punto que entró en supoder la escogieron y señalaron para esposa de su hijo Ricaredo.Pero también en esto se culpaban, por haber hecho el casamientosin licencia de la reina, aunque esta culpa no les pareció digna degran castigo.Con esto se consolaron, y acordaron que Isabela no fuesevestida humildemente, como prisionera, sino como esposa, pues yalo era de tan principal esposo como su hijo.Resueltos en esto, otrodía vistieron a Isabela a la española, con una saya entera de rasoverde, acuchillada y forrada en rica tela de oro, tomadas lascuchilladas con unas eses de perlas, y toda ella bordada deríquisimas perlas; collar y cintura de diamantes, y con abanico amodo de las señoras damas españolas; sus mismos cabellos, queeran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados dediamantes y perlas, le sirvían de tocado.Con este adorno riquísimoy con su gallarda disposición y milagrosa belleza, se mostró aqueldía a Londres sobre una hermosa carroza, llevando colgados de su 6vista las almas y los ojos de cuantos la miraban.Iban con ellaClotaldo y su mujer y Ricaredo en la carroza, y a caballo muchosilustres parientes suyos.Toda esta honra quiso hacer Clotaldo a suprisionera, por obligar a la reina la tratase como a esposa de su hijo.Llegados, pues, a palacio, y a una gran sala donde la reinaestaba, entró por ella Isabela, dando de sí la más hermosa muestraque pudo caber en una imaginación.Era la sala grande yespaciosa, y a dos pasos se quedó el acompañamiento y seadelantó Isabela; y, como quedó sola, pareció lo mismo que parecela estrella o exhalación que por la región del fuego en serena ysosegada noche suele moverse, o bien ansí como rayo del sol queal salir del día por entre dos montañas se descubre.Todo estopareció, y aun cometa que pronosticó el incendio de más de unalma de los que allí estaban, a quien Amor abrasó con los rayos delos hermosos soles de Isabela; la cual, llena de humildad y cortesía,se fue a poner de hinojos ante la reina, y, en lengua inglesa, le dijo:-Dé Vuestra Majestad las manos a esta su sierva, que, desdehoy más, se tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa que hallegado a ver la grandeza vuestra.Estúvola la reina mirando por un buen espacio, sin hablarlepalabra, pareciéndole, como después dijo a su camarera, que teníadelante un cielo estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas ydiamantes que Isabela traía; su bello rostro y sus ojos, el sol y laluna, y toda ella una nueva maravilla de hermosura
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